El infierno
de la 4T
Dr. Rodolfo
Gamiño
El gobierno
debe explicarnos qué entiende por narcotráfico y crimen organizado y nos diga
cuál es su estrategia de paz
No es ninguna
novedad saber que las relaciones entre el Estado y el narcotráfico o crimen
organizado son inestables. Históricamente, es sabido que estas relaciones
dependen de múltiples factores, tanto internos como externos, a decir, la
política norteamericana y las decisiones políticas de seguridad nacional o
seguridad interna. Hasta Netflix ha construido apócrifas narrativas en ese
sentido.
Las acciones
violentas perpetradas por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en la
Ciudad de México y en el país no son un caso extraordinario, aislado, mucho
menos ajeno a la política de combate implementada, de manera soterrada, por el
régimen de la 4T contra el narcotráfico y el crimen organizado.
Hagamos un
somero recuento histórico de la relación del Estado mexicano y estos grupos de
poder económico, armamentístico y de negocio corporativo y clientelar ilícito.
Desde la
tercera década del siglo pasado y hasta mediados de los años 80, los vínculos
entre los líderes del narcotráfico con la burocracia, políticos y cuerpos
policiales fue una constante, la existencia de una plaza, su mantenimiento y
función operativa dependía de la protección de una autoridad capaz de usar la
violencia y el terror contra los opositores y traidores.
Las plazas
del narcotráfico no existían sin la complicidad de autoridades de varios
niveles, tanto municipales, estatales y federales. No es sólo que los capos
hayan corrompido los cuerpos policiales, militares, políticos y funcionarios
públicos, se trata de un sistema de estrategias y cálculos básicos para que los
cárteles de droga existan y para que el Estado siga manteniendo la coerción a
través del monopolio del uso legítimo de la fuerza, la cual sería vertida
contra un conjunto de actores cada vez más violentos por la defensa de sus
intereses privados.
Los pactos no
firmados entre los grupos de narcotraficantes y el Estado revestían una
conveniencia mutua, los grupos del narcotráfico aseguraban espacios para
sembrar, procesar y comerciar con seguridad, mientras que el Estado obtenía
control, cohesión y poder -un poder adquirido de manera ambigua- puesto que, si
bien vendía protección, contrariamente, también golpeaba a los cárteles,
detenía, encarcelaba y decomisaba cargamentos en retenes improvisados, etc. De
esta forma, el Estado renovaba, a través de mediadores, su coerción sobre los
grupos de narcotraficantes cada vez más consolidados, poderosos y violentos.
Para el Estado seguían siendo grupos subordinados.
En este
contexto, el Estado no daba muestras de debilidad en cuanto al control de la
seguridad interna, ni en el aseguramiento de la paz, estabilidad económica y
social se refiere. Por el contrario, el Estado logró controlar y administrar de
forma ilegal a través de la venta de protección a los cárteles de la droga y
los ubicó en espacios geográficos 'estratégicos' a través de las 'plazas'.
Desde esos espacios el Estado impidió la confrontación entre los cárteles, las
disputas por el territorio y el uso indiscriminado de la violencia, a pesar de
su robustecimiento armado. El narcotráfico tenía un alto nivel de politización.
En los años
90, con la descentralización y desregulación del Estado en materia de
seguridad, el crimen organizado optó por adquirir protección y la 'libre'
producción, comercialización de estupefacientes, para ello captó a la
burocracia, jefes policiales, procuradores y fuerzas armadas, los cuales, brindaron
su apoyo y protección. Estos pactos económicos entre el narcotráfico y
funcionarios activos del Estado, así como de instituciones fue para el Gobierno
Federal un mecanismo indirecto de control, no sólo de los grupos de
narcotraficantes, sino de importantes espacios geográficos medulares para la
producción y el tráfico de sustancias ilícitas.
Resulta
cándido asumir que la inteligencia del Estado ignoraba las relaciones
económicas que sostenían los gobiernos locales, instituciones y funcionarios de
diversos niveles con los cárteles. Si bien esta relación no era novedosa sufrió
modificaciones. El Estado dejó de ser el centro del control y la politización
del narco.
A finales de
los años 90 fue imposible para el Estado mexicano establecer como en el pasado
un acuerdo nacional con los múltiples cárteles existentes, motivo que indujo al
narcotráfico a comprar protección fragmentada: policías municipales y
estatales; agentes del ministerio público, alcaldes, secretarios de seguridad
pública, jueces; directores de cárceles; comandantes de la judicial federal;
militares de guarniciones y zonas militares.
Comenzaron a
colaborar con los cárteles –además de los múltiples cuerpos policíacos y
militares- jóvenes observantes, camioneros, taxistas, aboneros, tenderos,
pistoleros y maleteros apostados en centrales de autobuses, los cuales rendían
informes pormenorizados de los movimientos en las zonas, así como de múltiples
empresarios que auxiliaron a los cárteles en el lavado de dinero. De esta forma
se conformó el binomio ideal para el narcotráfico: tener bajo control y a su
servicio algunos aparatos e instituciones del Estado y múltiples ejércitos
ciudadanos dispuestos a colaborar por una remuneración económica.
El Estado
mexicano abandonó la centralidad de su poder sobre el crimen organizado y creó
una administración y control diverso, ramificado en espacios geográficos, -los
cuales, a finales del año 2006, se volvieron más urbanos- la venta de
protección y la compra de favores fueron la base de la impunidad recíproca en
esta “relación” tensa. Una relación ambigua entre ambas partes, tanto de las
fuerzas del orden como de los grupos del narcotráfico. En otras palabras, el
Estado optó por mantener el control del narco de manera fragmentada, el
narcotráfico aprendió a subsistir sin la centralidad del control estatal. Se
despolitizó aceleradamente.
Esta
estrategia de control social y administración de la violencia pública y
mediática deslindó al gobierno local y al Estado mexicano de la responsabilidad
ante el horror, los ajusticiamientos y la desaparición de personas, este
fenómeno fue únicamente atribuido a los grupos del narcotráfico y el crimen
organizado, que en afán de extender su poder, conquistar o defender la 'plaza'
ha desbordado la violencia.
La
desagregación del poder del Estado en los ámbitos locales, la conformación de
intermediarios reguladores y administradores de la violencia, así como la
proliferación de las fuerzas armadas en las calles no necesariamente limitaron
al gobierno federal, no lo convirtieron en un Estado fallido o un Estado
'débil' como reza múltiple literatura, por ello, fue justificada la guerra
contra el narcotráfico y el crimen organizado durante el periodo de Felipe
Calderón y continuada durante el periodo de gobierno de Enrique Peña Nieto.
El horror de
una guerra por todos conocida y padecida. La salida militar al conflicto de la
regulación fue la elección más cómoda y legítimamente aceptada como un
imperativo moral.
El gobierno
de la 4T heredó un conflicto que ha tratado de ser manejado con la cautela
propia de un Estado que se presume fuerte, semeja aquella estrategia
implementada hasta finales de los años 80, la centralización del Estado en el
control.
La 4T anhela
centralizar el control, administración y cohesionar al narcotráfico a partir de
una nueva repolitización. Hay una diferencia considerable, los embates que el
gobierno federal ha implementado para la centralización han sido sumamente
institucionales, ha echado mano de la unidad de inteligencia financiera, el
Centro Nacional de Inteligencia -cuya inteligencia ha faltado- y a través de
operativos focalizados de la Marina, Sedena y Guardia Nacional.
La metáfora
que justifica estas decisiones gubernamentales son más simples y hasta
inocentes: atacar a los más beligerantes. En los últimos días hemos visto que
los más beligerantes han sido el CJNG y el Santa Rosa de Lima, a los cuales se
les han congelado cuentas, extraditado a algún familiar, detenidos otros
parientes –posteriormente liberados- y han padecido el constante asedio de la
Unidad de Inteligencia Financiera y del
brazo armado con despliegues de baja intensidad.
Mientras que
el trato a otros cárteles, como el de Sinaloa por ejemplo, ha sido de mucha
condescendencia, como la liberación de Ovidio Guzmán y el saludo del propio
presidente a la abuela de éste y madre del máximo capo mexicano extraditado y
recluido en Estados Unidos.
La respuesta
del Estado ha sido disímbola, las consideraciones y regulaciones del Estado
entre un cartel y otros son nuevamente alarmantes. Son focos rojos que reavivan
el contexto previo a la guerra de Calderón.
Falta que la
4T explique qué entiende por narcotráfico y crimen organizado, y nos evidencie
cuál es su estrategia para alcanzar la anhelada paz. Los gobiernos del pasado,
tampoco lo explicaron.
Es importante
recordar al gobierno federal que el narcotráfico no es ese ente emocional al
que basta con concientizar, invitarlo a que actúe con prudencia, mesura, al
cual se le puede invitar a portarse bien.
Es importante
recordarle que el narcotráfico es más que eso, es urgente citar a Norberto
Emmerich:
· El narcotráfico sólo puede ser
comprendido estudiando la formación histórica del Estado nacional.
· El narcotráfico es un proceso, no una
acumulación de hechos posibles de ser estudiados uno por uno.
· El narcotráfico es una actividad
invisible. Solo es parcialmente visible en la etapa de crímenes predatorios,
cuando está pugnando por territorio.
· El narcotráfico, por tener un carácter
organizacional, cumple rutinas organizacionales estandarizadas, o sea,
procedimientos predecibles, estructurados, repetitivos y burocráticos.
· El narcotráfico es coactivo,
monopólico, territorial y estable. Tiene un comportamiento político con fines
estatales.
· Narcotráfico y droga son entidades
vinculadas, pero distintas.
· La vinculación del narcotráfico es más
fuerte con el Estado que con las drogas.
· Definir al narcotráfico como tráfico de
drogas es etimológicamente correcto, ontológicamente equivocado y políticamente
inútil. En realidad, el narcotráfico es un proceso organizacional cuya
finalidad es conquistar territorio para producir o vender drogas. Sin ese
monopolio cuasi legítimo de la violencia en un territorio determinado puede
haber comercio de drogas, pero no hay narcotráfico.
· La afirmación de que el último objetivo
del narcotráfico es la obtención de ganancias es cierta empíricamente, pero
falsa científicamente. El narcotráfico genera capital, no sólo dinero. Es una
industria, no sólo un negocio. Es una relación social de dominación, no sólo
una actividad comercial ilegal.
Definamos, a
partir de ello, qué está haciendo el gobierno federal, cuál es la estrategia
con la que se combate, qué se combate y qué combatirá el gobierno de la 4T. A
simple vista, queda, al igual que en pasado, muy lejos la repolitización del
narcotráfico; sigue vivo el ejercicio de la violencia predatoria. Hoy como
ayer, el infierno se está ensanchando.
El Dr. Rodolfo Gamiño es académico de tiempo completo del Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.
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